26.11.12

Un cuento real

Érase una vez un español (poco español) alumbrado en la bota de Europa por culpa del exilio forzoso de su familia y educado allende los Alpes y a orillas del Atlántico, lo que le impedirá en el futuro vocalizar correctamente su lengua. Acabado de hacer en su país cuando el orden estuvo restablecido, fue adiestrado de joven en tareas militares y navales, época en la que incubó una irrefrenable pasión por la caza (mayor y menor) y por el mar; completó su currículo aprendiendo lo justo de leyes, para pasárselas por el forro, y de cuentas, para descuadrar los presupuestos propios y ajenos, siempre a su favor. Sus padres lo casaron, por el añejo rito de la conveniencia, con una extranjera que nunca le hizo tilín pero con la que trajinó tres vástagos: una hembra a medio cuajar; otra, algo más espabilada; y un varón, la gran esperanza de la familia. Durante algunos años, la pandilla infeliz gastó apariencia de familia perfecta comiendo perdices, pero los vecinos sospechaban de la querencia del pater familias por las faldas y la priva, aunque nunca lo pillaron con las manos en la masa. Al tiempo, su contraria se afanaba en sacar adelante a las tres criaturas, lavando los trapos sucios en casa. Pasaron los lustros, los zagales se tornaron talludos y las desavenencias crecieron con ellos: todos tardaron en ayuntarse pero, cuando lo lograron, se empeñaron en recoger lo peor de cada casa. La mayor se agenció un dandi posmoderno al que los papeles le atribuyeron diversos vicios inconfesables; con él tuvo la parejita antes de divorciarse con suspense. La mediana se arrimó a un deportista de élite, pero el braguetazo lo pegó él: juntos parieron familia numerosa y, para mantenerla, se enfangaron en indiscretas corruptelas que la justicia investiga en la actualidad. El pequeño tuvo muchas (y bien parecidas) novias, pero contrajo, en segundas nupcias para ella, con una periodista marimandona que de momento no ha dado mayores quebraderos de cabeza que los propios de su pasado. Mientras tanto, el cabeza de familia se recreaba en sus aficiones, disparando (real y metafóricamente) a todo semoviente que se le cruzara: su colección de piezas cobradas incluye innumerables bestias de cuatro patas y otros tantos (y exóticos) ejemplares bípedos. Cuando los hijos bastardos comenzaron a llamar a su puerta y la corneada parienta amenazó con ponerle de patitas en la calle, cuando salieron a la luz los millones que guardaba debajo de un baldosín y cuando su (mala) salud amenazaba con callarlo para siempre, se plantó en la tele y apaciguó el temporal, lapidario: "Lo siento mucho: me he equivocado y no volverá a ocurrir". Estos días anda —es un decir— en el hospital, convaleciente de su última operación: dicen que se trata de la cadera, pero yo creo que ha sido intervenido del premonitorio tiro en el pie que se pegó su nieto mayor hace unos meses. Su casta quedó entonces malherida y, a lo mejor, no tiene cura.

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